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Resumen del libro Slan, de Alfred E. Van Vogt (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4

-¡En mi habitación hay un hombre que ha tratado de asesinarme! – estalló la muchacha.

Kier Gray levantó la vista. Su rostro ostentaba ahora claramente una expresión dura. Las nobles cualidades de su perfil se perdían en la expresión de fuerza y autoridad de su mandíbula. Kier Gray, dueño de los hombres, la miraba fríamente. Su voz y su mente estaban tan íntimamente coordinadas cuando habló, que Kathleen dudaba incluso que hubiese pronunciado las palabras que oía.

-¿Un asesinato, eh? ¡Sigue!

El relato de cuanto había ocurrido desde que Davy Dinsmore se había mofado de ella en la terraza salió paulatinamente de sus labios temblorosos.

-¿Así, crees que John Petty anda detrás de todo esto? – preguntó.

– Es el único que ha podido hacerlo. La policía secreta controla los hombres que me vigilan.

Gray asintió lentamente y ella sintió la leve tensión de su mente. Pero, no obstante, seguía pensando con calma, lentamente.

– Conque ha llegado ya… – dijo con voz pausada -. John Petty aspira al poder supremo y siento casi compasión por él, tan ciego está sobre sus deficiencias. Jamás un jefe de policía ha gozado de la confianza del pueblo. Yo soy adorado y temido, el sólo es temido. Y cree que esto es lo más importante.

Los ojos pardos de Gray se fijaron gravemente en los de Kathleen.

– Quería matarte antes del día fijado por el Consejo, porque yo no podría hacer nada una vez muerta. Y mi incapacidad de obrar contra él, rebajaría, a su juicio, mi prestigio ante el Consejo. – Su voz había bajado de tono y daba la sensación de haber olvidado la presencia de Kathleen y estar hablando para sí mismo. – Y tenía razón. Al Consejo le contrariaría ver que intento un proceso por la muerte de un slan. Y, no obstante, no tomaría mi actitud como prueba de que tenía miedo. Lo cual significaría el comienzo del fin. La desintegración, la formación de grupos que irían haciéndose paulatinamente más hostiles unos a otros, mientras los llamados realistas se apoderaban de la situación y escogían el probable vencedor, o iniciaban aquel agradable juego de anteponer los extremos contra el medio. Como puedes ver, Kathleen – prosiguió después de un breve silencio -, es una situación muy sutil y peligrosa. Porque John Petty, a fin de desacreditarme ante el Consejo ha hecho correr la voz de que tengo la intención de conservarte la vida. Por consiguiente, y éste es el punto que podrá interesarte – y por primera vez una leve sonrisa apareció en los tenues rasgos del rostro de Kier Gray -, mi vida y posición dependen ahora de la posibilidad de conservarte en vida a pesar de John Petty. Bien – añadió con una nueva sonrisa -. ¿qué te parece nuestra situación política?

Las aletas de la nariz de Kathleen se dilataron en un gesto de desprecio.

– Me parece que está loco de ir contra ti, esto es lo que pienso.

El rostro de Kier Gray ofreció una expresión sonriente que atenuó la dureza de sus facciones.

– Nosotros, los seres humanos, debemos pareceros a veces muy extraños a vosotros, los slans, Kathleen. Por ejemplo, la forma como te tratamos:

-¿Sabes el motivo, verdad?

– No – dijo Kathleen moviendo la cabeza -. He leído muchos pensamientos acerca de nosotros y nadie parece saber por qué nos odian. Parece que hubo una guerra entre slans y seres humanos hace ya mucho tiempo, pero había habido ya otras guerras antes, y la gente no se odiaba una vez terminadas. Además corren estas horribles historias que son demasiado absurdas para ser más que espantosas mentiras.

-¿Has oído contar lo que hacen los slans con los chiquillos humanos? – preguntó él.

– Esta es una de las mentiras – respondió Kathleen desdeñosamente -. Una de las asquerosas mentiras.

– Veo que las has oído contar – respondió él riéndose -. Estas cosas les ocurren a los chiquillos. ¿Qué sabes tú de la mentalidad de un slan adulto, cuya inteligencia es de dos a trescientos por cien a la de un ser humano normal? Lo único que sabes es que serían incapaces de hacer estas cosas, pero eres sólo una chiquilla. De todos modos, dejemos eso ahora. Tú y yo estamos luchando por nuestras vidas. El asesino se ha escapado ya probablemente de tu habitación, pero no tienes más que analizar tu pensamiento para identificarlo. Vamos a hacerle nuestra exhibición ahora llamando a Petty y al Consejo. Les molestará ser arrancados de su bello sueño, pero que se fastidien. Tú te quedas aquí. Quiero que leas sus cerebros y me digas después que han pensado durante la investigación.

Apretó un botón encima de la mesa y volviéndose a una pantalla, dijo:

– Diga al capitán de mi guardia privada que venga a mi despacho.

III

No era cosa fácil estar allí sentada bajo las deslumbrantes luces que se habían encendido: Les hombres la miraban con excesiva frecuencia, con una mezcla de impaciencia y rigor en la mente, y jamás un destello de piedad en ninguna parte. Con aquel odio que sentía pesaba sobre su espíritu y atenuaba la vida que palpitaba por sus nervios. La odiaban. Deseaban su muerte. Impresionada, Kathleen cerraba los ojos y procuraba distraer su mente como si por un intenso esfuerzo de voluntad pudiese conseguir hacer su cuerpo invisible.

Pero había tantas cosas en juego que no se atrevía a perder un solo pensamiento o imagen. Sus ojos y su pensamiento estaban completamente despiertos y no perdía de vista nada de todo aquello, la habitación, los hombres, todo el significado de la situación. John Petty se levantó súbitamente y dijo:

– Me opongo a la presencia de esta slan entre nosotros, ya que su aspecto infantil e inocente podría inspirar compasión en alguno de nosotros.

Kathleen se quedó mirándolo. El jefe de la policía secreta era un hombre corpulento, de rostro más de cuervo que de águila y quizá demasiado carnoso, en el cual no se leía ni el menor rastro de bondad. ¿Piensa realmente esto?, se preguntó Kathleen. ¡Ninguno de esos hombres es capaz de sentir la menor piedad!

Kathleen trató de leer a través de las palabras, pero su mente estaba borrosa y en su duro rostro no había la menor expresión. Creyó captar un ligero tono de ironía y se dio cuenta de que John Petty comprendía perfectamente la situación. Era la lucha por el poder y su cuerpo y su cerebro estaban pendientes de la mortal importancia de lo que estaba en juego.

Kier Gray se echó a reír y Kathleen captó en el acto la onda de la personalidad magnética de aquel hombre. Había en él cierta calidad de tigre, algo inmensamente fascinador, como una aureola que le daba una vida que no poseía nadie más de aquella habitación.

– No creo que exista peligro de – dijo – que… nuestros bondadosos sentimientos predominen sobre nuestro sentido común.

-¡Exacto! – intervino Mardue, ministro de Transportes -. El juez tiene que estar en presencia del acusado… – Se calló después de estas palabras pero mentalmente terminó la frase -: especialmente cuando sabe que la sentencia es de muerte.

– Quiero que se marche, además – prosiguió John Petty -. porque es una slan, y, ¡pardiez!, no quiero estar en la misma habitación que una slan.

El tumulto de voces y la colectiva emoción que siguió a esta llamada popular fue para Kathleen como un golpe físico. Por todas partes se gritaba:

-¡Tiene mucha razón!

-¡Echadla de aquí!

-¡Gray, has tenido una osadía sin límites al despertarnos en medio de una noche como ésta…!

– El Consejo dictaminó sobre este caso hace once años. Yo no me he enterado hasta recientemente.

-¿La sentencia era de muerte, no es así?

El tumulto de voces atrajo una mueca de contrariedad a los labios de Petty. Miró a Kier Gray.

Las miradas de los dos hombres se cruzaron como espadas en el preliminar asalto de un duelo a muerte. A Kathleen le fue fácil entender que Petty estaba tratando de crear la confusión sobre el resultado. Pero si el propio jefe se sentía perdido, nada lo delató en su impasible rostro; ni el menor rastro de vacilación vibró en su cerebro.

– Señores me parece que aquí no nos entendemos. Kathleen, la slan no está aquí para ser juzgada. Está aquí para declarar contra John Petty y comprendo, por lo tanto, su deseo de verla salir de esta habitación.

Kathleen analizó que el asombro de John Petty fue un poco fingido. Su mente permaneció demasiado en calma, demasiado fría, y su voz se convirtió en un bramido de toro.

-¡Esto es de una osadía inaudita! ¿Nos has levantado a todos de la cama a las dos de la mañana para darnos la sorpresa de una acusación indigna basada en el testimonio de una slan? ¡Te digo que tu osadía no conoce límites, Gray! Y una vez para siempre, creo que deberíamos dejar bien sentado el problema jurídico de si la palabra de un slan puede ser o no considerada como prueba en juicio.

De nuevo la llamada a los odios básicos. Kathleen se estremeció bajo las vibraciones de las respuestas que captó en los cerebros de los demás.

No había esperanza ninguna para ella, ni la menor oportunidad, sólo la muerte segura. La voz de Gray era grave al responder:

– Petty, creo que deberías darte cuenta de que no estás hablando ahora delante de un puñado de campesinos soliviantados por la propaganda. Tus auditores son gente realista y, pese a todos tus obvios esfuerzos por imponer el resultado, se dan cuenta de que su vida política y acaso incluso la física, están en juego, en este momento crítico que tú, y no yo, nos han impuesto.

Su rostro se endureció todavía y los músculos aumentaron su tensión. Su voz enronqueció.

– Espero que todos vosotros despertaréis de vuestro sueño, por profundo que sea, y os daréis cuenta de que John Petty sólo pretende destituirme, y de que quien quiera que gane de nosotros dos, algunos de vosotros habréis muerto antes de que llegue la mañana.

Nadie miraba ya a Kathleen En aquella habitación súbitamente silenciosa tenía la sensación de estar presente pero no ya visible. Parecía que le hubiesen quitado un peso de encima y por primera vez podía ver, sentir y pensar con una claridad normal. El silencio que reinaba en aquella habitación era tan mental como fonético. Durante algunos instantes los pensamientos de los presentes fueron perdiendo intensidad. Era como si se hubiese levantado una barrera entre su cerebro y los de los demás, porque los pensamientos de todos estaban concentrados en el análisis de la situación, comprendiendo súbitamente el peligro mortal que amenazaba.

En medio de la confusión de ideas Kathleen sintió brotar una orden mental clara, imperativa:

« ¡ Siéntate en la silla del rincón donde no puedan verte sin volver la cabeza! ¡Pronto!»

Kathleen dirigió una mirada a Kier Gray, y en sus ojos vio que relucía una llama, tal era la intensidad con que la miraba. Y en el acto se apartó de su silla sin hacer ruido, obedeciéndole.

Nadie la echó de menos, no se dieron cuenta siquiera de su acción. Y Kathleen sintió una oleada de júbilo al ver que incluso en aquel momento de fuerte tensión. Kier Gray estaba jugando sus cartas sin perder baza.

– Desde luego – dijo -, no hay una absoluta necesidad de ejecutar a nadie con tal de que John Pretty, una vez y para siempre, se quite de la cabeza el alocado deseo de remplazarme.

A Kathleen le era absolutamente imposible leer los pensamientos de nadie mientras permanecía con la vista fija en Kier Gray. Todos estaban tan intensamente concentrados como John Petty y Kier Gray, en lo que dirían y harían. Con un ligero tono de apasionamiento en su voz, Kier Gray prosiguió:

– Digo alocado porque, aunque a primera vista pueda parecer una mera rivalidad por el poder, hay en ello algo más. El hombre que ostenta el supremo poder representa la estabilidad y el orden. El hombre que aspira a él puede, en el momento en que lo alcance, quererse afianzar en su puesto y esto significa ejecuciones, destierros confiscaciones, cárceles y torturas… todo, naturalmente, aplicado a aquellos que se habían opuesto a él o de quienes desconfía. El antiguo jefe no puede pasar a ocupar un puesto subordinado; su prestigio no se desvanece jamás – como lo atestiguan Napoleón y Stalin – y por consiguiente sigue siendo un peligro. Pero un presunto candidato puede ser disciplinado y mantenido en su puesto. Este es mi plan para con John Petty.

Kathleen se dio cuenta de que aquello era una llamada a los cautelosos instintos de todos ellos, a sus temores de lo que el cambio podía comportar. John Petty se puso súbitamente de pie. De momento abandonó su guardia, pero tan grande era su rabia que a Kathleen le fue imposible leer sus pensamientos.

– No creo haber oído jamás – estalló -, una declaración tan extraordinaria en boca de un hombre presuntamente cuerdo. Me ha acusado de imponer las decisiones. Señores, ¿habéis observado que hasta ahora no he brindado decisión alguna, no ha aportado ninguna prueba? Sólo tenemos sus afirmaciones, y este dramático proceso que nos ha impuesto a medianoche, cuando la mayoría de nosotros estábamos durmiendo profundamente. Debo confesar que no estoy todavía del todo despierto, pero sí lo suficiente para darme cuenta de que Kier Gray ha sucumbido al complejo que devora los dictadores de todos los tiempos, la manía persecutoria. No me cabe la menor duda de que desde hace algún tiempo ha visto en todas nuestras acciones y palabras una amenaza contra su posición. Me sería difícil ocultaros mi desconsuelo ante lo que esto significa. Con la desesperada situación creada por los slans, ¿cómo puede siquiera insinuar que uno de nosotros busca la desunión? Os digo, señores, que en las circunstancias actuales no podemos ni tan sólo insinuar una escisión. El público está al corriente de la monstruosa actividad mundial de los slans contra los chiquillos humanos. Su tentativa de standarizar la raza humana es el más grave problema ante el cual se ha encontrado nuestro Gobierno.

Se volvió hacia Kier Gray, y Kathleen sintió un escalofrío al ver su aparente sinceridad su perfecta actuación.

– Kier, quisiera poder olvidar lo que has hecho. Primero esta reunión, después la amenaza de que antes del amanecer algunos de nosotros podemos haber muerto. En estas circunstancias sólo puedo aconsejarte que presentes la dimisión. En todo caso, no gozas ya de mi confianza.

– Como veis, señores – dijo Gray con una tenue sonrisa -, llegamos ahora al corazón del problema. Quiere mi dimisión.

Un muchacho alto y delgado con el rostro aguileño se levantó y tomó la palabra:

– Estoy de acuerdo con Petty. Tus actos, Gray han demostrado que no eres ya un hombre responsable. ¡Dimite!

– ¡Dimite! – gritó otra voz. Y en el acto los gritos brotaron de todas partes -: ¡Dimite! ¡Dimite! ¡Dimite!

Los gritos y los feroces pensamientos que los acompañaban le parecían a Kathleen que había estado siguiendo las palabras de John Petty con concentrada atención, el principio del fin. Transcurrió un largo momento antes de que se diese cuenta de que, de los diez hombres sentados fueron sólo cuatro los que habían armado la algarabía.

El cerebro de Kathleen hacía un doloroso esfuerzo. Gritando una y otra vez « ¡Dimite!» habían esperado alejar el peligro y de momento fracasaban. La mente y los ojos de Kathleen se fijaban en Kier Gray, cuya presencia de espíritu había evitado que los demás gritasen también, presas del pánico. Sólo verlo le devolvió el valor, porque permanecía erguido en su sillón, alto, fuerte, enérgico; y en su rostro se esbozaba una tenue sonrisa de ironía.

-¿Es caso de extrañar – preguntó pausadamente -. que los cuatro concurrentes jóvenes se hayan puesto al lado de Mr. Petty? Espero que los señores presentes de más edad verán claramente que se trata de una organización preparada de antemano y que antes de la mañana los pelotones de ejecución habrán funcionado, porque estos incendiarios jóvenes tienen prisa en vernos desaparecer, ya que, aunque mi edad sea bastante similar a la suya, me consideran como un anciano. Sienten ansia de sacudir la moderación que les hemos impuesto y están, desde luego, convencidos de que fusilando a los viejos no harán más que acelerar algunos años lo que la naturaleza hubiera, en todo caso, realizado con el transcurso del tiempo.

-¡Fusiladlos! – gritó Mardue, el más viejo de los presentes.

-¡Abajo los jóvenes! – saltó Harlihan, ministro del Aire.

Entre los ancianos circuló un murmullo que Kathleen hubiera querido oír si no hubiera estado tan concentrada en los impulsos, más. que en las palabras. Reinaba el odio, el miedo, la duda, la arrogancia, la decisión, todo ello revuelto en un galimatías mental.

Ligeramente pálido, John Petty hacía frente al motín. Pero Kier Gray se levantó echando llamas por los ojos, con el puño amenazador.

-¡Siéntate, loco de atar! ¿Cómo te atreves a precipitar esta crisis cuando tenemos que cambiar toda nuestra política acerca de los slans? ¿Estamos perdiendo, lo sabes? No hemos tenido ni un solo científico que midiese la superioridad de los slans. ¡Cuánto daría por tener a uno de ellos a nuestro lado! Tener, por ejemplo. un slan como Peter Cross, estúpidamente asesinado hace tres años porque la policía se dejó contagiar por la mentalidad de la plebe… Sí, he dicho «plebe». Esto es lo que es el pueblo de nuestros días. Una plebe, una bestia que hemos ayudado con nuestra propaganda. Tiene miedo, un miedo mortal, por sus chiquillos y no tenemos un científico que pueda estudiar objetivamente el problema. En realidad, no tenemos ningún científico digno de este nombre. ¿Qué incentivo puede tener para un ser humano pasar toda su vida consagrado a las investigaciones cuando sabe fijamente que todos los descubrimientos que puede llegar a conseguir han sido desde hace mucho tiempo perfeccionados por los slans? ¿Qué están refugiados en sus cuevas secretas, o escribiendo sus secretos en un papel, preparados para el día en que los slans hagan su nueva tentativa de apoderarse del mundo? Nuestra ciencia es una broma, nuestra educación un montón de mentiras. Y año tras año las ruinas de las aspiraciones humanas a nuestro alrededor.

Cada año hay más miseria, más desorden, más desorientación. Sólo nos ha quedado el odio, y el odio no es suficiente en este mundo. Tenemos que acabar con los slans o llegar a un arreglo con ellos y terminar esta locura.

El rostro de Kier Gray estaba congestionado por el calor que había puesto en sus palabras. Y Kathleen vio que mientras las pronunció permanecía perfectamente tranquilo, sereno, cauteloso.

Maestro en la demagogia, director de hombres, cuando de nuevo habló su voz le pareció floja en comparación, su timbre abaritonado resonó claro y pausado.

– John Petty me ha acusado de querer conservar la vida a esta chiquilla. Quisiera que pensaseis un poco en los últimos meses transcurridos.

– ¿Os ha hecho Petty observar constantemente, riéndose quizá, que yo quería conservar esta chiquilla con vida? Sé que sí, porque ha llegado a mis oídos. Pero ya veis lo que ha hecho, desparramar sutilmente el veneno. Vuestras mentalidades políticas os dirán el motivo que me a obligado a adoptar esta posición; matándola, parece que me he sometido, y, por lo tanto, perderé prestigio. Tengo, por lo tanto, el propósito de dictar una orden diciendo que Kathleen Layton no será ejecutada. En vista de nuestra carencia de conocimientos sobre los slans, será mantenida viva como sujeto de estudio. Yo, personalmente, estoy decidido a sacar el mejor partido de su presencia, observando el desarrollo de un slan durante su madurez. He tomado ya una gran cantidad de notas con este objeto.

-¡No trates de gritarme! – chilló John Petty que estaba todavía de pie -. Has ido demasiado lejos. El día menos pensado entregarás a los slans un continente donde puedan desarrollar sus así llamadas superinvenciones de las cuales tanto hemos oído hablar, pero que nunca hemos visto. En cuanto a Kathleen Layton, ¡pardiez!, la conservaremos viva por encima de mi cadáver. Las mujeres slans son las más peligrosas de todas. ¡Son las que reproducen la especie y conocen su oficio, a fe mía!

Las palabras llegaban confusas a Kathleen. Por segunda vez apareció en su cerebro la insistente pregunta mental de Kier Gray: «¿Cuántos de los presentes están a mi lado incondicionalmente? Usa tus dedos para contestar».

Kathleen le mandó una mirada de perplejidad y se sumergió en el remolino de emociones y pensamientos que brotaban de todos los hombres. La cosa era difícil, porque eran muchos y había muchas interferencias. Por otra parte, a medida que veía la verdad, su cerebro empezaba a debilitarse.

Había creído que hasta cierto punto los ancianos estaban de parte del jefe, pero no era así. En sus cerebros había el temor, la creciente convicción de que los días de Kier Gray estaban contados y era conveniente para ellos ponerse al lado de los más jóvenes, más fuertes.

Finalmente, desfallecida levantó tres dedos. Tres sobre diez a favor cuatro definitivamente en contra y con Petty, tres que vacilaban.

No podía darle estas últimas cifras porque su mente sólo le había pedido los partidarios. Su atención estaba fija en aquellos tres dedos con los ojos abiertos por el temor. Por un breve instante Kathleen lo sintió presa del pánico, pero su impasibilidad se impuso sobre su actitud. Permaneció sentado como una estatua de piedra, frío, con una rigidez mortal.

Kathleen no podía apartar sus ojos del jefe.

Tenía ya la convicción de que era un hombre acorralado, listo, que estrujaba su cerebro en busca de una técnica que le permitiese convertir en victoria la inminente derrota. Ella luchaba por penetrar en su cerebro, pero el férreo dominio de sus pensamientos levantaban una barrera infranqueable entre ellos.

Pero en aquellos pensamientos superficiales ella leía sus dudas, una curiosa incertidumbre sobre lo que debía hacer, de lo que podía hacer, en aquel momento. Todo aquello parecía indicar que no había previsto una crisis de aquellas proporciones, una oposición organizada, un odio concentrado que esperaba el momento de desencadenarse contra él y derrumbarlo. Las ideas. de Kathleen cesaron cuando oyó a John Petty decir:

– Creo que sería mejor pasar a votación.

Kier Gray se echó a reír con una risa fuerte, prolongada, que terminó con una especie de expresión de buen humor.

-¿Quieres pasar a votación, pues, un punto que hace un momento acabas de decir que yo no había siquiera demostrado que existiese? Me opongo naturalmente a apelar por más tiempo a la razón de los presentes. La época del razonamiento ha pasado, cuando los oídos se hacen el sordo, pero una demanda de votación en estos momentos es un reconocimiento implícito de culpabilidad, un acto visiblemente arrogante, el resultado, sin duda, de la seguridad dada por cinco, por lo menos, posiblemente más, de los miembros del Consejo. Pero dejadme que ponga más de mis cartas sobre la mesa. Hace ya algún tiempo que estoy al corriente de esta rebelión y estaba preparado para hacerle frente.

-¡Bah! – exclamó Petty -. ¡Te estás jactando! He observado todos tus movimientos. Cuando organizamos este Consejo temimos la eventualidad de que algunos de sus miembros quisiese prescindir de los demás y las salvaguardias que entonces preparamos se hallan todavía en vigor. Cada uno de nosotros tiene un ejército privado. Mis guardias están ahora patrullando por el corredor, como las de todos los miembros del Consejo, dispuestos a arrojarse a las gargantas de los demás en cuanto se les dé la orden. Todos estamos dispuestos a darla y a perecer si hace falta en la lucha.

-¡Ah! – dijo Gray suavemente -. ¡Por fin salimos al descubierto!

Se produjo un rumor de pies que se agitaban y un torbellino de ideas y Kathleen se sintió desfallecer al oír a Mardue, uno de los tres miembros que más fielmente adicto a Gray había creído, aclararse la voz para hablar. Un solo instante antes de hacerlo, ella captó sus pensamientos.

– Realmente, Kier, creo que cometes una equivocación al considerarte como un dictador. Has sido meramente elegido por el Consejo y tenemos el perfecto derecho de elegir a otro en tu lugar. Otro, quizá, cuya organización para el exterminio de los slans sea más efectiva.

Aquello era una venganza. Las ratas iban abandonando la nave que tenía que naufragar y tratando desesperadamente de convencer a los nuevos poderes de que su apoyo era importante. También en el cerebro de Harlihan el viento de las ideas soplaba en aquella dirección. «Sí, sí. Tu idea de llegar a un acuerdo con los slans en una traición, una pura traición. Este es un tema intocable hasta allá donde afecta la muche…, la gente. Debemos hacer cuanto sea posible por el exterminio de los slans y acaso una política más agresiva por parte de un hombre más enérgico…»

Kier Gray sonreía tristemente, y siempre la misma cuestión ocupaba su cerebro… ¿qué hacer? ¿Qué hacer? Kathleen captaba una vaga sugerencia de intentar algo más, pero nada tangible, nada claro llegaba a su cerebro.

– De manera prosiguió Kier Gray siempre con voz pausada -, que vais a entregar la presidencia de este consejo a un hombre que hace sólo pocos días permitió a Jommy Cross, muchacho de nueve años, probablemente el slan más peligroso hoy en día, escapar en su mismo coche.

– Por lo menos – dijo John Petty -, habrá un slan que no se escapará. – Miró con una expresión de maldad hacia Kathleen y se volvió triunfante hacia los otros. – Lo que debemos hacer es lo siguiente: ejecutarla mañana, ahora mismo, incluso, y dictar una providencia diciendo que Kier Gray ha sido destituido porque había llegado a un acuerdo secreto con los slans; como el hecho de negarse a la ejecución de Kathleen Layton lo demostraba.

Era la sensación más extraña que podía imaginarse estar allí sentada oyendo discutir su sentencia de muerte y, sin embargo, no experimentaba la menor emoción, como si se tratase de una persona totalmente ajena a ella. Su mente parecía alejada, ausente, y el rumor de asentimiento que brotó de todos los presentes le pareció también deformado por la distancia. La sonrisa se desvaneció en el rostro de Kier Gray.

– Kathleen – dijo en voz alta y seca -, dejémonos ya de juegos. ¿Cuántos se han puesto contra mí?

La muchacha vio su imagen borrosa y con las lágrimas en los ojos contestó, casi sin darse apenas cuenta:

– Todos están contra ti. Siempre te han odiado porque eres mucho más inteligente que ellos, y porque creen que has querido avasallarlos para dominar y quitarles importancia.

-¡De manera que la utiliza para espiarnos! – exclamó John Petty con rabia, pero al mismo tiempo con acento de triunfo -. ¡Bien, en todo caso, siempre es agradable saber que por lo menos sobre un punto estamos todos de acuerdo; y es que Kier Gray está acabado!

– Nada de esto – respondió Gray suavemente -. Estoy tan en desacuerdo con vosotros que dentro de diez minutos estaréis todos frente al pelotón de ejecución. Dudaba si tomar tal radical medida, pero ahora no hay otro camino, ni es posible volver atrás porque acabo de cometer una acción irrevocable. He apretado un botón avisando a los oficiales de guardia de vuestra guardia personal, vuestros más fieles consejeros, y vuestros herederos, que la hora ha llegado.

Todos los presentes se quedaron mirándolo estúpidamente, mientras proseguía:

Comprendéis, no habéis sabido ver que la naturaleza humana tiene un punto flaco. El ansia de poder de los subalternos es tan fuerte como la vuestra. La salida de una situación como la que se ha presentado hoy se me ofreció hace algún tiempo, el día en que el edecán de Mr. Petty vino a encontrarme diciéndome que estaría siempre encantado de substituirlo Adopté, por lo tanto, la política de profundizar más el asunto y obtuvo resultados muy satisfactorios, disponiendo que todos ellos se encontrasen en el lugar de la escena el día del undécimo cumpleaños de Kathleen… ¡Ah, aquí están los nuevos consejeros!

La puerta se abrió violentamente y diez hombres con el revólver en la mano hicieron irrupción. John lanzó un agudo grito: « ¡Vuestros revólveres!» «¡No lo he traído!» – respondió el lamento acongojado de otro de los presentes. Y el eco de los disparos resonó en los ámbitos de la habitación como un trueno.

Los hombres se retorcían en el suelo ahogándose en su sangre. Kathleen vio vagamente a uno de los consejeros de pie todavía con el revólver humeando en la mano. Reconoció a John Petty. Había disparado primero. El hombre que había pensado sustituirlo yacía muerto en el suelo, inmóvil. El jefe de la policía secreta levantó su revólver, apuntó a Kier Gray y dijo:

– Te mataré antes de que acabes conmigo a menos de que hagamos un trato. Estoy dispuesto a colaborar, naturalmente, puesto que has dado vuelta a las cosas tan eficazmente.

El jefe de los insurrectos miró interrogadoramente a Kier Gray.

-¿Acabamos con él, jefe? – preguntó.

Era un hombre alto y delgado con una nariz aguileña y una voz de barítono. Kathleen lo había visto algunas veces rondar por el palacio. Se llamaba Jem Lorry. No había tratado nunca de leer sus pensamientos, pero ahora se daba cuenta de qué tenía un control de sus ideas que desafiaba toda penetración. Sin embargo, lo que superficialmente podía interpretarse de su cerebro era suficiente para juzgarlo tal como era: un hombre duro, calculador y ambicioso.

– No – respondió Kier Gray pensativo – John Petty puede sernos útil. Tendrá que reconocer que los demás han sido ejecutados como resultado de una investigación de su policía, que ha descubierto secretas connivencias de los slans. Esta será la explicación que daremos; siempre surte efecto sobre las masas ignorantes. Debemos la idea al mismo Petty, pero creo que hubiéramos sido capaces de tenerla nosotros mismos. Sin embargo, su influencia será útil para valorar lo ocurrido. Creo incluso – añadió cínicamente – que lo mejor sería atribuir a Petty el mérito de las ejecuciones. Eso es, quedó tan horrorizado al ver aquella perfidia que obró por su propia iniciativa y después acudió a mí en demanda de gracia, la cual, en vista de las aplastantes pruebas que aportaba la concedí en el acto. ¿Qué te parece?

Jem Lorry avanzó un paso.

– Buen trabajo. Y ahora hay un punto que quisiera poner en claro, y hablo en nombre de los demás consejeros. Necesitamos tu cerebro; tu terrible reputación y estamos dispuestos a colaborar contigo en pro del bienestar del pueblo, en una palabra, a ayudarte a consolidar tu posición y hacerla intachable, pero no creas que puedas ponerte de acuerdo con nuestros oficiales para matarnos a nosotros. Esto, no te saldría bien otra vez.

– Considero superfluo decirme una cosa tan obvia – dijo Gray fríamente -. Llévate toda esta carroña y ven, que tenemos que hacer algunos planes. Tú, Kathleen, vete a la cama. Estás en buen camino ya…

Estremeciéndose de emoción, Kathleen se preguntaba: ¿En camino? ¿Quería decir tan sólo…? ¿O bien?… Después de los asesinatos de que había sido testigo, no estaba ya segura de él, de nada. Tardó mucho, mucho, en poder conciliar el sueño.

IV

Jommy Cross pasaba largos ratos de obscuridad y vacío mental, de los que emergía finalmente una fría luz acerada por la que sus vagos pensamientos tejían una tenue red de realidad. Abrió los ojos, sintiéndose profundamente débil.

Se encontró en una pequeña habitación, contemplando el sucio techo del que se habían desprendido algunos trozos de estuco. Las paredes eran de un gris sucio, manchado por el tiempo. El cristal de. la única ventana estaba rajado y descolorido y la luz que penetraba por ella, caía, pasando por los pies de la cama, en una pequeña jofaina donde quedaba inmóvil como agotada por el esfuerzo. Las ropas que cubrían la cama eran los harapos de lo que fueron un día unas mantas grises. La paja salía por el extremo del viejo colchón y todo despedía un olor a moho y a habitación no aireada. Pese a lo agotado que se sentía, Jommy apartó las ropas y saltó de la cama, y en el acto oyó un tétrico ruido de cadenas y sintió un fuerte dolor en el tobillo. Volvió a echarse aturdido, jadeando por el esfuerzo. ¡Estaba encadenado a aquel repugnante lecho!

Unos fuertes pasos lo despertaron del sopor en que había caído. Abrió los ojos y vio una mujer alta, con un traje, gris informe,. de pie en el umbral, mirándolo con unos ojos agudos y muy penetrantes.

¡Ah, el nuevo huésped de Granny ha salido ya de su fiebre y ahora podemos trabar amistad! – dijo -. ¡Bien! ¡Bien! – Se frotaba las manos produciendo un ruido seco -. ¿Vamos a entendernos muy bien, no es verdad? Pero tienes que ganarte el sustento. Nada de gorrones con Granny. ¡No, señor! Tendremos una larga conversación acerca de todo esto… Eso es – añadió mirándolo de soslayo por encima de sus manos juntas -, una larga conversación…

Jommy miró a aquella mujer con una especie de fascinación repulsiva. Cuando su encorvada figura se inclinó sobre los pies de la cama, Jommy encogió el pie todo lo que se lo permitió la cadena, alejándose de ella cuanto pudo. Se le ocurrió pensar que no había visto jamás un rostro que expresase tan exactamente toda la maldad del ser que se ocultaba detrás de aquella máscara de envejecida carne. Cada una de las arrugas de aquel repulsivo rostro tenía su contrapartida en su torturado cerebro. Todo un mundo de villanía moraba entre los confines de aquella astuta mente. Sin duda, las sensaciones de Jommy se reflejaron en su rostro, porque la bruja, con un súbito acento de salvajismo, dijo:

– Sí, sí, al ver a Granny ahora nadie diría que en un tiempo fue una famosa beldad. Jamás sospecharías que los hombres adoraron la blancura de su lindo cutis. Pero no olvides que la vieja bruja te ha salvado la vida. No lo olvides, o Granny puede entregar a la policía tu desagradecido pellejo. ¡Y cuánto les gustaría tenerte en sus manos! Pero Granny quiere tener también lo que ellos quieren y hace lo que le parece.

¡Granny! ¿Podía acaso prostituirse más vilmente un nombre afectuoso, que llamando Granny a aquella vieja bruja? Buscó en su cerebro tratando de leer en él su verdadero nombre. Pero sólo había una amalgama borrosa de imágenes de una muchacha de teatro, estúpida, pródiga en sus encantos, degradándose hasta caer en el arroyo., envilecida y degenerada por la adversidad. Su identidad estaba perdida en la ciénaga de todo el mal que había hecho y pensado. Había una interminable serie de robos. Hasta el sombrío caleidoscopio de crímenes más repugnantes. Había también un asesinato…

Estremeciéndose, inconcebiblemente cansado ahora de aquel primer estímulo que la presencia de la vieja había despertado en él, Jommy se retiró del abominable ambiente que representaba la mente de Granny. La vieja ruina se inclinaba sobre él mirándolo con unos ojos como taladros que penetraban en los suyos.

-¿Es verdad – preguntó – que los slans pueden leer los pensamientos?

– Sí – respondió Jommy -. Por esto veo lo que piensas, pero es inútil.

– En este caso no les lo que hay en la mente de Granny – dijo la vieja riéndose silenciosamente -. Granny no es tonta. Granny es inteligente y sabe muy bien que no puede obligar a un slan a trabajar para ella. Para que haga lo que ella quiere tiene que ser libre. Siendo slan verá que el sitio más seguro para él hasta que haya crecido, es éste. ¿Y bien, no es inteligente Granny?

Jommy suspiró, soñoliento.

– Veo lo que hay en tu mente, pero no puedo hablarte ahora. Cuando nosotros, los slans, nos sentimos enfermos, y no nos ocurre a menudo, sólo podemos hacer una cosa, dormir, dormir… Despertarme en la forma como me he despertado significa que mi subconsciente me ha despertado advirtiéndome que estaba en peligro. Tenemos muchas protecciones de este género. Pero ahora tengo que volverme a dormir para sentirme bien.

Los fríos ojos negros de la mujer se agrandaron. La codiciosa mente se agazapó aceptando la derrota en su principal propósito de sacar inmediatamente provecho de su presa. La codicia se convirtió momentáneamente en curiosidad, pero no tenía la menor intención de dejarlo dormir.

-¿Es verdad que los slans convierten en monstruos a los seres humanos?

La furia se apoderó de Jommy. Su cansancio desapareció, y se sentó en la cama, presa de rabia.

-¡Es mentira! ¡Es una de estas horribles mentiras que los humanos dicen de nosotros para hacernos pasar por inhumanos, para hacer que todo el mundo nos odie, nos mate! ¡Es…!

De nuevo se desplomó, extenuado, desvaneciéndose su furor.

– Mi padre y mi madre eran las personas mejores de este mundo, y fueron terriblemente desgraciados. Se encontraron un día en la calle y leyeron en sus cerebros que los dos eran slans. Hasta entonces habían vivido en la más profunda soledad, sin hacer daño a nadie. Son los seres humanos los que son criminales. Mi padre no luchó tanto como hubiera podido cuando lo acorralaron para matarlo por la espalda. Hubiera podido luchar. ¡Hubiera debido luchar! Porque poseía el arma más terrible que el mundo puede haber visto jamás…, tan terrible que no la llevaba nunca encima por temor a hacer uso de ella. Yo, cuando tenga quince años tengo que…

Se detuvo, asustado de su indiscreción. Durante algunos momentos se sintió agotado, tan débil, que su mente se negaba a soportar el paso de sus pensamientos. Sabía que acababa do revelar el gran secreto de la historia siaxí y si aquella inquisitiva bruja lo entregaba a la policía en su actual estado de debilidad física, todo estaba perdido.

Lentamente, fue respirando mejor. Vio que la mente de la mujer no había captado el enorme significado de su revelación. Comprendió que no lo habla oído en el momento en que mencionó el arma, porque su codiciosa mentalidad estaba demasiado lejos de su principal propósito. Y ahora, como un buitre, se lanzaba de nuevo sobre su presa que sabía exhausta.

– A Granny le gusta saber que Jommy es tan buen muchacho. La pobre y anciana Granny necesita un joven slan para hacerle ganar dinero para los dos. ¿No te importará trabajar para la pobre Granny, verdad? Los mendigos no podemos elegir… ¿comprendes? – añadió con la voz endurecida.

Saber que su secreto seguía siendo guardado obró en él como una droga. Sus párpados se cerraron.

– No puedo hablar contigo ahora – dijo Necesito dormir.

Pero vio que no lo conseguiría. La vieja había comprendido ya los pensamientos que lo agitaban. Habló con voz vibrante, no porque se sintiese interesada, sino para no dejarlo dormir.

-¿Qué es un slan? ¿Cuál es la diferencia? ¿De dónde proceden los slans, ante todo? ¿Fueron hechos… como máquinas, no?

Era curioso ver la oleada de rabia que se despertó en él cuando comprendió cuál era su propósito. Se dio vagamente cuenta de que su debilidad corporal cobraba fuerzas normales de su mente. Con un acento de odio refrenado, dijo:

-¡Esta es otra de las mentiras que se dicen! Yo nací como cualquier otro ser. Y mis padres lo mismo. Aparte de esto, no sé nada.

– Tus padres debían saberlo – insistió la vieja.

– No – respondió Jommy moviendo la cabeza y cerrando los ojos -. Mi madre dijo que mi padre estaba siempre demasiado ocupado para hacer averiguaciones. Y ahora déjame sé lo que quieres y lo que tratas de hacer, pero no es honrado y no lo haré.

-¡Eres estúpido! – chilló la mujer yendo directamente a su tema -. ¿No es honrado robar a la gente que vive del robo y del engaño? ¿Van Granny y tú a comer mendrugos cuando el mundo es tan rico que los tesoros están repletos de oro, el trigo no cabe en los silos y la miel corre por ]as calles? ¡Al cuerno tu honradez! Esto es lo que dice Granny. ¿Cómo puede un slan, perseguido como una rata, hablar de ser honrado?

Jommy permaneció silencioso, no sólo porque el sueño lo dominaba, sino porque había tenido también pensamientos semejantes. La vieja prosiguió:

-¿Adónde irás? ¿Qué harás? ¿Quieres vivir en calle? ¿Y el invierno? ¿En qué lugar del mundo puede refugiarse un muchacho slan? Tu pobre, tu querida madre – continuó suavizando el tono con un intento de compasión – hubiera querido que hicieses lo que te estoy proponiendo. No sentía amor ninguno por los seres humanos. He conservado el papel para demostrarte cómo la mataron como un perro cuando trató de escapar. ¿Quieres verlo?

-¡No! – exclamó Jommy, pero su mente revoloteaba.

-¿No quieres hacer cuanto puedas contra un mundo tan cruel? – insistía la dura voz -. ¿Hacerles lamentar lo que hicieron? ¿No tienes miedo…?

Jommy permanecía silencioso. La voz de la vieja se convirtió en un sollozo.

– La vida es demasiado dura para la vieja Granny…, demasiado dura. Si no quieres ayudar a Granny tendrá que seguir haciendo otras cosas. Ya las lees en su mente. Pero te prometo no hacerlo nunca más si quieres ayudarla. ¡Piénsalo! No hará nunca más cosas malas que ha tenido que hacer para vivir en este mundo frío y malvado.

Jommy se sentía derrotado. Lentamente, dijo:

– Eres una miserable mujer asquerosa y algún día te mataré.

-¡Entonces te quedarás aquí hasta este «algún día» – exclamó Granny triunfante. Se retorció los resecados dedos que parecían escamosas serpientes que se enroscaban -. Y harás lo que Granny te dice o te entregará a la policía en cuanto… ¡Bienvenido a esta casa, Jommy, bienvenido! Te sentirás mejor cuando te despiertes, Granny así. lo espera…

– Sí – respondió Jommy débilmente -. Estaré mejor.

Se quedó dormido.

Tres días después .Jommy siguió a la mujer cruzando la cocina, hasta la puerta trasera. La cocina era una habitación desnuda y Jommy procuró alejar de su mente la suciedad y el desorden. La vieja tenía razón, pensó. Por horrible que la vida prometiese ser, aquel antro perdido en la suciedad y el olvido era el refugio ideal para un muchacho slan que tenía que esperar por lo menos seis años antes de visitar el oculto lugar de los secretos de su padre; que tenía que crecer antes de poder esperar llevar a cabo las grandes cosas que tenía que realizar. Sus pensamientos se desvanecieron al abrirse la puerta y ver lo que había detrás de ella. Se detuvo en seco, atónito por el espectáculo que se ofrecía ante sus ojos. Jamás en su vida había esperado ver una cosa como aquella.

Primero había el patio, lleno con toda clase de desperdicios, basuras y viejos trozos de metal. Un patio sin hierba ni árboles, sin belleza alguna: una extensión discordante y repulsiva de esterilidad cerrada por una valla de maderas rotas y alambres. En el extremo opuesto al patio se alzaba una destartalada construcción de la cual llegó a él la visión mental de un caballo, vagamente visible a través de la puerta cerrada.

Pero las miradas de Jommy iban más allá del patio. Sus miradas captaban meramente los desagradables detalles al pasar, pero nada más. Su imaginación, sus ojos, se fijaban ahora en algo que había más allá de la destrozada valla, de la destartalada construcción de planchas de madera. Más allá había árboles y hierba; un bello prado verde que bajaba suavemente hacia un ancho río que relucía melancólico ahora que el sol no lo tocaba con sus ardientes rayos de fuego.

Pero incluso el prado, que formaba parte de un campo de golf, como observó distraídamente, sólo retuvo sus miradas un instante. Una tierra de ensueño se extendía partiendo de la ribera opuesta del río, verdadero paraíso de vegetación. Debido a algunos árboles que cerraban la vista sólo podía ver una parte de aquel Edén con sus centelleantes fuentes y sus kilómetros y kilómetros de flores, terrazas y bellezas. Pero aquella angosta área visible contenía un blanco sendero.

Una insoportable emoción se apoderó de la garganta de Jommy al ver aquel sendero, que corría formando una línea geométricamente recta delante de sus ojos. Se perdía en la nebulosa distancia como una brillante cinta que se perdiese en el infinito. Y allí, en el fondo, mucho más allá del horizonte normal, vio el Palacio.

Sólo parte de la base de aquel inmenso, de aquel increíble edificio sobresalía de la línea del cielo. Se elevaba a unos trescientos metros, convirtiéndose en una torre que penetraba otros ciento cincuenta en el cielo. ¡Formidables torres! ¡Más de cuatrocientos metros de una joya de encaje que parecía casi frágil, reluciendo con todos los colores del arco iris, construcción brillante, translúcida, fantástica, construida en el estilo de los tiempos pasados, no meramente ornamental; en su misma concepción, en su delicada magnificencia, era por si misma un ornamento.

Allí, en aquella gloria de arquitectónico triunfo habían creado los slans su obra maestra… sólo para verla caer en manos de los vencedores después de una guerra de desastres.

Era demasiado bello. Los pensamientos que evocaba herían sus ojos, su mente. ¡Pensar que había vivido durante nueve años tan cerca de aquella ciudadela y no había visto jamás el glorioso triunfo de su raza! Ahora que tenía la realidad delante de sus ojos le parecía que las razones que tuvo su madre para no mostrársela eran erróneas. «Sería más amargo para ti, Jommy, saber que el palacio de los slans pertenece ahora a Kier Gray y su aborrecida raza. Además, por esta parte de la ciudad se toman precauciones especiales contra nosotros. Ya te darás cuenta bastante pronto.»

Pero río era bastante pronto. La sensación de haber perdido algo le producía un ardor doloroso. Saber la existencia de aquel noble monumento le hubiera dado valor durante los momentos más sombríos. Su madre le había dicho: «Los seres humanos no sabrán nunca todos los secretos de este edificio. Hay en él misterios, corredores y habitaciones olvidadas, maravillas ocultas que ni tan solo los slans conocen ya, salvo de una manera vaga. Kier Gray no se da cuenta de ello, pero todas las armas y máquinas que tan desesperadamente han buscado los humanos están enterradas en aquel edificio».

Una voz estridente resonó en sus oídos. Jommy apartó a desgana la vista de aquella grandeza y se dio cuenta de que Granny estaba a su lado. Vio que había enganchado el viejo caballo al maltrecho carro de los desperdicios.

– No sueñes ya más despierto y quítate estas extrañas ideas de la cabeza – le ordenó -. El palacio y sus campos no son para los slans. Y ahora métete debajo de esta manta y permanece inmóvil. En el extremo de la calle hay un celoso policía que no conviene te encuentre aún. Tendremos que darnos prisa.

Los ojos de Jommy dirigieron al palacio una última y prolongada mirada. ¡Con que el palacio no era para los slans! Sintió una extraña emoción. Algún día tenía que ir allí a ver a Kier Gray. Y cuando este día llegase… Su pensamiento se detuvo; temblaba de odio y furor contra el hombre que había asesinado a su padre y a su madre.

V

El destartalado vehículo entraba ya en la ciudad baja. Crujía y se tambaleaba por las mal pavimentadas calles hasta que Jommy, mitad acostado, mitad agazapado en el fondo, tuvo la sensación de que le arrancaban las ropas. Dos veces trató de levantarse, pero las dos veces la vieja lo golpeó con el látigo.

-¡Échate! ¡Granny no quiere que nadie vea estas bellas ropas que llevas! ¡Tápate con esta manta!

La manta pertenecía a Bilí, el caballo. El hedor produjo por un momento náuseas a Jommy. Finalmente, el carro se detuvo.

– Baja – le ordenó la vieja – y entra en este almacén. He visto que llevas grandes bolsillos en tu chaqueta. Llénalos de manera que no abulten.

Aturdido, Jommy entró en el edificio. Anduvo por allá vacilante, esperando que la rápida llamarada de sus fuerzas desvaneciese aquella debilidad anormal.

– Dentro de media hora volveré – dijo finalmente.

– El rostro de concupiscencia de la vieja se volvió hacia él. Sus ojos negros brillaban.

-¡Y que no te pesquen, ten cuidado con lo que coges!

– No te preocupes – respondió Jommy confiado -. Antes de coger algo veré en mi cerebro si alguien está mirándome. Es sencillo.

-¡Bien! – exclamó Granny tratando de sonreír -. Y no te preocupes si Granny no está aquí cuando regreses. Va a ir a la tienda de licores a buscar una medicina. Puede permitirse tomarla, ahora que tiene un joven slan a sus órdenes… ¡Oh, no necesita mucha, sólo un poco para calentar sus viejos huesos! Sí, Granny tiene que hacer una buena provisión de medicinas.

Un terror ajeno a él lo invadió mientras iba mezclándose con la muchedumbre que entraba y salía de aquel almacén del rascacielos; un terror anormal, exagerado. Le parecía que la excitación, el desfallecimiento y la incertidumbre lo arrastraban al mismo tiempo que aquella corriente humana. Haciendo un esfuerzo reaccionó.

Pero durante aquella inmersión había captado la base del terror de las masas. ¡Las ejecuciones en el palacio! ¡John Petty, el jefe de la policía secreta, había descubierto a diez consejeros que estaban en connivencia con los slans y los había ejecutado! La gente no quería creerlo. Tenía miedo a John Petty. Desconfiaban de él. Gracias a Dios que Kier Gray estaba allí, fuerte como una roca, para protegerlos contra los slans… y contra el siniestro John Petty.

En el almacén la situación empeoraba. Había más gente. Mientras Jommy seguía abriéndose paso por entre la muchedumbre avanzando bajo el resplandor de los iluminados techos, las ideas iban penetrando en su pensamiento. Un maravilloso mundo de mercancías en enormes cantidades lo rodeaba y coger lo que quería resultaba más fácil de lo que creyó. Pasó por una sección de joyería y se apoderó de una joya marcada en cincuenta y cinco dólares. Sintió el impulso de entrar en la joyería pero captó el pensamiento de la vendedora y se abstuvo. La muchacha manifestaba hostilidad a la idea de que un chiquillo entrase en la joyería. Los chiquillos no eran bien vistos en aquel mundo de pedrería y metales preciosos.

Jommy se alejó pasando por el lado de un hombre alto, de buen aspecto, que no le dirigió siquiera una mirada. Jommy siguió avanzando algunos pasos y se detuvo. Una impresión como no había jamás experimentado penetró en él como un puñal. Fue como un cuchillo que le cortase el cerebro, doloroso, y no obstante no era desagradable. El asombro, el júbilo, la emoción, ardían en él mientras se volvía y miraba aquel hombre que se alejaba.

¡Aquel alto y distinguido extranjero era un slan! El descubrimiento era tan importante que después de la primera impresión su cerebro se calmó. La calma básica de su apacible mente de slan no estaba alterada, pero sentía un ansia, un ímpetu jamás hasta entonces igualado. Echó a andar apresuradamente detrás del hombre. Lanzó su imaginación tratando de establecer contacto con el cerebro del desconocido, pero no lo consiguió. Frunció el ceño. Veía claramente que era un slan, pero no conseguía penetrar más que superficialmente en la mentalidad del forastero. Y esta superficie no revelaba que se hubiese dado cuenta de Jommy, ni el menor indicio de que captase unos pensamientos ajenos a él.

Allí había un misterio. Hacía pocos días le había sido imposible leer más allá de la superficie de la mente de John Petty y no obstante no había pensado jamás que Petty fuese otra cosa que un ser humano normal. Le era imposible explicarse la diferencia. Salvo cuando su madre conservaba sus pensamientos a salvo de intrusión, había sido siempre capaz de hacerle captar sus vibraciones directas.

La conclusión era impresionante. Significaba que allí había un slan incapaz de leer cerebros y que sin embargo preservaba su cerebro de ser leído. ¿Lo preservaba de quién? ¿De los demás slans? ¿Y qué género de slan era que no podía leer los pensamientos? Estaban ya en la calle y le hubiera sido fácil echar a correr y reunirse con aquel slan en pocos instantes. ¿Quién de aquella muchedumbre egoísta y abstraída se daría cuenta de que había un chiquillo que corría?

Pero en lugar de acortar la distancia que lo separaba del desconocido dejó que se agrandase. Todas las raíces lógicas de. su existencia estaban amenazadas por la situación creada por aquel slan; toda la educación hipnótica que su padre había impreso en su mente se rebelaba y prevenía toda acción precipitada.

A cierta distancia del almacén el desconocido tomó una ancha calle lateral; extrañado, Jommy lo siguió. Extrañado porque sabía que aquélla era una calle sin salida, no una calle residencial. Avanzaren una, dos, tres manzanas. El slan se dirigía hacia el Centro del Aire que con sus edificios, fábricas y campos de aterrizaje se encontraba en aquella parte de la ciudad. Aquello era imposible. Estaba prohibido acercarse siquiera al Centro del Aire sin quitarse el sombrero para probar que no había rastro de los tentáculos de un slan.

Pero el slan se dirigía directamente hacia el resplandeciente rótulo que decía CENTRO DEL AIRE y entró sin la menor vacilación por la puerta giratoria.

Jommy se detuvo. ¡El Centro del Aire, que dominaba toda la industria aérea de la faz del globo! ¿Era posible que los slans trabajasen allí? ¿Era posible que en el centro mismo de aquel mundo humano que los odiaba con una inimaginable ferocidad los slans controlasen el sistema de transportes más importante del mundo entero?

Entró deliberadamente por la puerta y franqueó innumerables otras de ellas que lo llevaron a un corredor de mármol. De momento no había nadie a la vista, pero captaba leves ideas que iban aumentando su creciente asombro y extrañeza.

¡Aquel lugar estaba atestado de slans! ¡Tenía que haber docenas, centenares!

Se abrió una puerta y por ella salieron dos hombres con la cabeza descubierta que se dirigieron hacia él. Hablaban tranquilamente y de momento no se dieron cuenta de su presencia. Jommy tuvo tiempo de captar sus pensamientos superficiales y vio que experimentaban una plena confianza, no sentían el menor temor. ¡Dos slans, en pleno principio de su madurez y sin nada en la cabeza!

Sin nada en la cabeza. Esto fue lo que penetró principalmente en el cerebro de Jommy por encima de todo. ¡Sin nada en la cabeza… y sin tentáculos!

De momento le pareció que sus ojos debían estar gastándole una broma. Su mirada buscó en vano los pequeños zarcillos dorados que hubieran debido encontrarse allí. ¡ Slans sin zarcillos! ¡Era así! Aquello explicaba por qué no podía leer sus pensamientos. Los dos hombres estaban sólo a pocos pasos de él cuando se dieron cuenta de su presencia. Se detuvieron.

– Muchacho, tienes que marcharte de aquí. No está permitida la entrada a los chiquillos. Vete en seguida.

Jommy hizo una profunda aspiración. La suavidad del reproche era tranquilizadora, especialmente ahora que el misterio estaba explicado. Era maravilloso que con la simple supresión de los delatores tentáculos pudiesen vivir y trabajar en plena seguridad en el centro mismo de sus enemigos. Con un gesto amplio, casi melodramático, se quito la gorra.

– Perdonen – dijo -. Soy…

Las palabras se desvanecieron en sus labios. Miró a los dos hombres con los ojos agrandados por el miedo. Porque después de un momento de incontrolado asombro, sus cortinas mentales se cerraron herméticamente. Pero sus sonrisas eran amistosas.

-¡Vaya! ¡Pues es una sorpresa! – dijo uno.

-¡Una sorpresa francamente agradable! – repitió el otro -. ¡Bienvenido, muchacho!

Pero Jommy no escuchaba. Su mente se estremecía bajo la impresión de los pensamientos que habían estallado en los cerebros de los dos hombres durante el breve período en que vieron los relucientes tentáculos dorados en su cabello.

-¡Dios mío – pensó el primero -, es una víbora!

Y el otro tuvo una idea enteramente fría, implacable.

-¡Hay que matarlo!

VI

A partir del momento en que captó los pensamientos de los dos hombres para Jommy no se trató ya de la cuestión de lo que tenía que hacer sino de si tendría tiempo de hacerlo. Ni la estupefaciente sorpresa de su asesina enemistad afectó básicamente sus acciones ni su cerebro.

Sabía, sin siquiera pensarlo, que tratar de franquear los cien metros de corredores de mármol era un suicidio. Sus piernas de chiquillo de nueve años no podrían jamás competir con las de dos slans en pleno vigor de su juventud. No había más que una cosa a hacer y la hizo. Con una agilidad de muchacho pegó un salto de lado. Se lanzó hacia una de las cien puertas que habían en el corredor.

Afortunadamente no estaban cerradas. Ante su furioso impulso se abrió con sorprendente facilidad, pero, era tal la precisión de sus acciones que se abrió lo estrictamente necesario para darle paso. Vio un segundo corredor iluminado, carente de vida, y volvió a cerrar la puerta buscando la cerradura con sus inciertos dedos. El pestillo del cerrojo quedó cerrado con un chasquido seco que resonó por el corredor.

En el mismo instante dos cuerpos se arrojaron violentamente contra la puerta golpeándola furiosamente, pero ésta ni siquiera tembló. Jommy se dio cuenta de la realidad. La puerta era de metal macizo capaz de resistir los ataques de un ariete, pero tan perfectamente equilibrada que pareció ingrávida bajo sus dedos. De momento estaba salvado.

Su mente abandonó su concentración y trató de establecer contacto con los dos slans. Al principio le pareció que la cortina mental era demasiado sólida, pero después, su fuerza exploradora captó una sensación de temor y ansiedad tan terrible que era como un cuchillo que mordiese en la superficie de sus pensamientos.

-¡Dios Todopoderoso! – exclamaba uno de ellos – ¡Toca el timbre de alarma, pronto! ¡Si estas víboras descubren que controlamos las vías aéreas…!

Jommy no perdió ni un segundo más. El menor ápice de curiosidad lo inducía a quedarse, a averiguar la causa de aquel encarnizado odio de los slans sin tentáculos contra los verdaderos slans, pero antes el dictado del sentido común la curiosidad cedió. Echó a correr con tanta rapidez como le fue posible, consciente de lo que tenía que hacer.

Sabía que lógicamente no podía considerar aquel laberinto de corredores seguro. De un momento a otro podía abrirse una puerta, y algunas ligeras vibraciones le advertían la presencia de alguien al doblar una esquina. Con súbita decisión, retuvo su carrera y probó de abrir varias puertas. La cuarta cedió a su empuje y Jommy cruzó el umbral con una exclamación de triunfo. En la pared de enfrente de la habitación había una alta y ancha ventana.

En el acto la abrió y se acercó al antepecho. Agachándose cuanto pudo se asomó, Bajo el resplandor de la luz que salía de las demás ventanas del edificio vio una especie de estrecho callejón entre dos altos muros de ladrillo. Vaciló por un instante y después, como una mosca humana, comenzó a trepar por el muro. Trepar era relativamente fácil; sus ágiles y fuertes dedos buscaban con ágil certeza los puntos salientes de la superficie. La obscuridad que iba en aumento a medida que subía iba aumentando su confianza. Arriba había kilómetros de tejados y si no recordaba mal, todos los edificios del aeródromo conectaban unos con otros. ¿Qué podían hacer los slans incapaces de leer los pensamientos, contra uno que podía evitar todas sus trampas?

¡El piso treinta y último! Con un suspiro de satisfacción Jommy se puso de pie y echó a andar por el tejado. Era ya casi de noche, pero podía ver aún las distancia que separaba el techo en que se encontraba del edificio antiguo. ¡Un salto de dos metros todo lo más, cosa fácil! Las pesadas campanadas del reloj de una torre vecina empezaron a dar la hora. ¡Una, dos… cinco… diez! Y al dar la última campanada un ruido estridente llegó a los oídos de Jommy y súbitamente, en el obscuro centro de la superficie del tejado vio un ancho agujero negro. Sorprendido, se echó al suelo, deteniendo la respiración.

Y de aquel negro agujero salió velozmente una forma de torpedo que se lanzó al firmamento estrellado. Su velocidad fue aumentando paulatinamente y al alcanzar el extremo límite de visión, de su parte posterior brotó un diminuto punto luminoso, brillante. Relució durante un momento y desapareció, como una estrella tragada por la distancia.

Jommy permanecía absolutamente inmóvil tratando de seguir con los ojos la extraña nave aérea. Una nave del espacio. ¡Una nave del espacio, válgame el Cielo! ¿Habían conseguido aquellos slans sin tentáculos realizar el sueño de todos los tiempos… volar hasta los planetas? Si era así, ¿cómo habían conseguido ocultar el secreto a los seres humanos? ¿Y qué estaban haciendo los verdaderos slans?

El chirrido metálico llegó de nuevo a sus oídos. Se acercó al borde del agujero y miró. Pero sólo pudo ver que el agujero negro disminuía de proporciones y dos grandes hojas metálicas que se acercaban una a otra y que al cerrarse dejaron nuevamente el tejado intacto. Durante un momento Jommy esperó, y después poniendo en juego sus músculos, saltó. Sólo un propósito ocupaba ahora su mente: ir de nuevo al encuentro de Granny por callejuelas apartadas porque la facilidad con que había huido de los slans, podía parecer sospechosa. A menos, desde luego, que no se atreviesen a poner en juego sus precauciones por temor a traicionar un secreto ante los seres humanos.

Cualquiera que fuese la razón, era obvio que en aquel momento tenía una imperativa necesidad de encontrar el sórdido refugio de casa de Granny. No sentía el deseo de resolver un problema tan complicado como lo había llegado a ser el del triángulo slan-humano sin tentáculos. Por lo menos, no antes de que hubiese crecido y fuese capaz de equipararse con los potentes cerebros que estaban librando aquella incesante y mortífera batalla.

Sí, volver a Granny y por el camino del almacén, a fin de poder coger algún tributo de paz que ofrecer a la vieja bruja, ahora que sabía que llegaba tarde. Y tenía que darse prisa, además. El almacén debía cerrarse a las once.

Ya en el almacén, Jommy no se acercó a la sección de joyería porque la dependienta que no quería dejar entrar a los chiquillos estaba todavía allí. Había otras secciones de artículos de lujo también y subtílizó hábilmente la crema de sus mejores artículos. Sin embargo, tomó mentalmente nota de que sí tenía que volver a aquel almacén en el futuro, tenía que estar en él antes de las cinco, hora en que el personal cambiaba de turno, de lo contrario aquella muchacha podía crearle un contratiempo.

Repleto ya de la mercancía robada se dirigió cautelosamente hacia la salida más próxima y se detuvo para dejar pasar a un hombre robusto y panzudo que se cruzó en su camino. El hombre era el cajero jefe del almacén y estaba pensando en los cuatrocientos mil dólares que aquella noche habría en la caja de caudales. En su mente había también la combinación de la caja fuerte de caudales.

Jommy se apresuró, pero estaba disgustado de su falta de previsión. ¡Qué tontería haber robado géneros que tendrían que ser vendidos con todos los riesgos imaginables cuando tan fácil hubiera sido apoderarse de todo el dinero que hubiese querido!

Granny estaba todavía donde la había dejado, pero en su mente había un tal remolino de ideas que Jommy tuvo que esperar a que hablase para saber lo que deseaba.

-¡Pronto! – dijo -. ¡Métete debajo de la manta! Había un policía que estaba vigilando lo que hacía Granny.

Debieron recorrer por lo menos una milla antes de que la vieja levantase la manta lanzando un ronquido.

-¡Oye, granuja desagradecido! – dijo -. ¿Dónde te has metido?

Jommy no malgastó palabras. Su desprecio era demasiado grande para decir más de lo que era necesario. Se estremeció al ver la codicia con que contempló el tesoro que le vertió en su regazo. Valorizó cada objeto rápidamente y lo ocultó todo en el falso fondo que tenía dispuesto en el carro.

– Por lo menos doscientos dólares para la vieja Granny – dijo alegremente -. El viejo Finn le dará esto por lo menos. ¡Ah, Granny ha sido inteligente pescando al joven slan! Se ganará no diez mil, sino veinte mil al año… Y pensar que sólo ofrecían diez mil dólares de recompensa! ¡Hubiera debido ser un millón!

– Puedo hacer incluso algo mejor que esto – dijo voluntariamente Jommy. Le parecía que lo mismo daba decirle entonces que después lo de la caja de caudales y que no había ninguna necesidad de cometer más hurtos en el almacén -. En la caja hay por lo menos cuatrocientos mil – terminó -. Puedo cogerlos esta noche. Trepando por la parte posterior del edificio cuando sea de noche hasta una de las ventanas, puedo hacer un agujero en el cristal… ¿tienes algo para cortar cristales, por lo menos?

– ¡Granny se procurará uno! – exclamó la vieja en éxtasis echándose adelante y atrás impulsada por el júbilo -. ¡Oh, oh, qué contenta está Granny! Pero Granny ve ahora por qué los humanos matan a los slans. Son demasiado peligrosos. ¡Pueden robar el mundo!… Lo intentaron, además, sabes, al principio…

– No sé gran cosa de todo esto… – balbució Jommy lentamente. Sentía el desesperado deseo de que Granny lo supiese todo pero veía que no era así. En su mente sólo había el vago conocimiento de aquel remoto período en que los slans, o por lo menos así lo acusaban los humanos, trataron de conquistar el mundo. No sabía más que él, ni que toda aquella vasta masa ignorante del pueblo.

¿Cuál era la verdad? ¿Había existido alguna vez una guerra entre los slans y los seres humanos? ¿O se trataba meramente de la misma propaganda que acusaba a los slans de hacer horribles cosas con los chiquillos? Jommy vio que Granny había vuelto a pensar en el dinero del almacén.

-¿Sólo cuatrocientos mil dolores? – dijo con voz rasposa -. Si tienen que hacer centenares de miles cada día… millones!

– No lo guardan todo en el almacén – mintió Jommy y vio con alivio que la vieja aceptaba su explicación.

Mientras el carro seguía avanzando, Jommy pensó en su mentira. La había dicho casi automáticamente. Ahora veía necesaria su protección. Si hubiese hecho a la vieja demasiado rica, no hubiera tardado en pensar en delatarlo. Era absolutamente imperativo que durante aquellos seis años pudiese vivir en el antro de Granny. La cuestión que se presentaba por lo tanto, era: ¿Con cuánto se contentaría? Tenía que encontrar un término medio entre su insaciable codicia y sus propias necesidades.

Pero pensar en aquello aumentaba los peligros. En aquella vieja había un increíble egoísmo con un lado de cobardía que podía engendrar una corriente de pánico que la indujese a aniquilarlo antes de que él pudiese darse cuenta de la amenaza. De esto no cabía duda. Entre los imponderables conocidos que amenazaban aquellos preciosos seis años que lo separaban de la poderosa ciencia de su padre, aquella repugnante granuja aparecía como el más peligroso e incierto factor.

VII

La adquisición de dinero corrompió a Granny. A veces desaparecía días enteros y cuando regresaba Jommy averiguaba por su incoherente conversación que frecuentaba por fin los lugares de placer por los que durante tanto tiempo había suspirado. Cuando estaba en casa, la botella era su inseparable compañera. Necesitándola cerca de él. Jommy le hacía la cocina manteniéndola en vida a pesar de sus excesos. Cuando se quedaba sin dinero, Jommy se veía obligado a robar de cuando en cuando para ella. pero por lo demás se apartaba constantemente de su camino.

Dedicaba una gran parte de su tiempo libre a perfeccionar su educación, lo cual no era cosa fácil. La zona donde vivía era miserable y la mayoría de los habitantes eran gente sin educación, analfabetos muchos de ellos, pero había algunos con una mentalidad despierta. Jommy averiguó quiénes eran, qué hacían y qué sabían, informándose acerca de ellos. Para todo el mundo era el nieto de Granny. Una vez este hecho quedó aceptado se resolvieron muchas dificultades.

Había gente, desde luego, que recelaba de un pariente de la vieja trapera, considerándolo indigno de confianza. Algunos individuos, que habían sentido el aguijón de la aguda lengua de Granny, le eran netamente hostiles, pero su reacción se limitaba a ignorarlo. Otros estaban demasiado ocupados para acordarse de Granny ni de él.

Sin hacerlo de una manera manifiesta, Jommy consiguió no obstante llamar la atención de algunos. Un joven estudiante de ingeniero que lo calificaba de «maldito granuja», le enseñó sin embargo la ciencia de la ingeniería. Jommy leyó en su mente que tenía la sensación de ir perfeccionando sus conocimientos y comprendiendo a su discípulo, y algunas veces se jactaba de tener tan profundos conocimientos de ingeniería que era capaz de enseñárselos a un muchacho de diez años. Jamás adivinó el motivo de la precocidad del rapaz.

Una mujer que había viajado mucho antes de su matrimonio y se encontraba ahora en malas circunstancias, vivía a media manzana de su casa y algunas veces le daba de comer mientras le explicaba con apasionado ardor el mundo y la gente tal como ella los había visto. Jommy se veía obligado a aceptar el soborno porque de lo contrario la mujer hubiera podido sospechar. Pero jamás existió chismosa en el mundo que prestase un oído más atento a lo que se hablaba de Mrs. Hardy. Mrs. Hardy era una mujer de rostro afilado, amargada, cuyo marido la había arruinado en el juego perdiendo cuanto poseía y había viajado por Europa y Asia, conservando tras sus penetrantes ojos una gran cantidad de detalles. Conocía también vagamente el pasado de estos pueblos.

En un tiempo – así por lo menos lo había oído decir – China había sido densamente poblada. La Historia refería que las guerras sangrientas habían mucho tiempo ha diezmado las zonas más pobladas, Estas guerras, al parecer, no eran de origen slan. Eran únicamente a partir de los últimos cien años que los slans habían fijado su atención en los chiquillos chinos y de otros pueblos orientales, despertando así la enemistad de pueblos que hasta entonces los habían tolerado. Tal como lo explicaba Mrs. Hardy, aquello parecía una acción más sin sentido de los slans. Jommy escuchaba y fijaba en su memoria el hecho, convencido de que la explicación no podía ser tal como se la presentaban, preguntándose dónde estaría la verdad, y decidido a sacar algún día todos estos hechos a la luz.

El estudiante de ingeniero, Mrs. Hardy, un droguero que había sido piloto de cohete a reacción y mecánico de radio y TV, y el viejo Darrett fueron la gente que lo educaron, sin darse cuenta de ello, durante los dos primeros años que pasó en casa de Granny. De todo el grupo, el viejo Darrett era el preferido de Jommy. Era un hombre alto, solitario y cínico, de setenta y pico de años, que había sido profesor de Historia, pero éste era meramente uno de los muchísimos temas sobre los cuales tenía una inagotable fuente de conocimientos.

Era obvio que tarde o temprano el hombre tenía que poner sobre la mesa el tema de las guerras de los slans. Tan obvio era que Jommy se permitió no hacer caso de la primera alusión a ellas, como si el tema no le interesase. Pero una tarde de principios de invierno habló de nuevo de ellas, como Jommy había esperado y esta vez dijo:

– Está hablando de guerras. No pudieron ser guerras. Esta gente no son más que fuera de la ley. No se pueden tener guerras contra los fuera de la ley; es necesario exterminarlos.

Darrett se puso rígido.

– ¡Fuera de la ley! – dijo -. Muchacho, aquellos fueron grandes tiempos. Te diré que cien slans se apoderaron prácticamente del mundo. Todo estuvo maravillosamente planeado y llevado a cabo con la más grande osadía. Tienes que darte cuenta de que el hombre, como masa, no hace nunca su juego sino el de alguien más. Se ve cogido en una trampa de la que no puede escapar. Pertenece a un grupo; es miembro de una organización; es leal a las ideas, a los individuos, a ciertas zonas geográficas. Si consigues hacerte dueño de las instituciones que apoyan… has encontrado el método.

-¿Y los slans lo hicieron? – preguntó Jommy con una intensidad que le sorprendió a él mismo, quizá demasiado reveladora de sus sentimientos. Cambiando de tono, se apresuró a añadir -: Todo esto es una historia. Es mera propaganda para asustarnos, como lo que has dicho a menudo de otras cosas.

-¡Propaganda! – estalló Darrett. Pero permaneció silencioso. Sus grandes ojos negros y expresivos estaban casi ocultos por sus largas pestañas. Finalmente, en voz lenta, dijo -: Quiero que te fijes en esto, Jommy. En el mundo reinaba la confusión y el terror. Por todas partes los chiquillos humanos eran sometidos a la tremenda campaña de los slans para hacer más slans. La civilización empezó a imponerse. Había una enorme cantidad de demencia, suicidios, asesinatos, crímenes; el gráfico del caos alcanzó inconmensurables alturas. Y una mañana, sin saber exactamente cómo se había producido la cosa, la raza humana despertó para darse cuenta de que de la noche a la mañana el enemigo se había apoderado del control del mundo. Trabajando desde dentro, los slans habían conseguido apoderarse de la clave de innumerables organizaciones. Cuando consigas entender la rigidez de la estructura institucional de nuestra sociedad, te darás cuenta de cuán desamparados se encontraban los seres humanos al principio. Mi propia opinión personal es que los slans hubieran podido conseguir su objeto de no haber sido por una razón.

Jommy escuchaba silencioso. Tenía una triste premonición de lo que se acercaba. El viejo Darrett prosiguió:

– Siguieron tratando implacablemente de crear slans con los chiquillos humanos. Retrospectivamente, parece un poco estúpido.

Darrett y los otros fueron sólo el principio de su instrucción. Siguió hombres doctos por las calles, captando la superficie de sus pensamientos. Asistía telepáticamente a las conferencias, disponía de muchos libros, pero los libros no eran suficientes. Tenían que ser interpretados, explicados. Eran libros de matemáticas, de física, de química, de astronomía, de todas las ciencias. Su deseo no tenía limites. En los seis años que transcurrieron entre su noveno y su decimoquinto cumpleaños, aprendió lo que su padre le había prescrito, como instrucción básica de un slan adulto.

Durante aquellos años observó cautelosamente a los slans sin tentáculos, a distancia. Cada noche, a las diez, sus naves del espacio saltaban al cielo; y el servicio era cumplido con una exactitud matemática. Cada noche a las dos y treinta minutos, otro monstruo en forma de tiburón caía del cielo, desapareciendo como un fantasma en el techo del alto edificio.

Sólo dos veces durante aquellos años fue el tránsito suspendido, cada vez durante un mes, y cada vez cuando Marte, siguiendo su órbita excéntrica, se hallaba en la parte más lejana del sol.

Se mantuvo alejado del Centro del Aire porque cada día crecía más su respeto por el poderío de los slans sin tentáculos. Y cada vez veía con mayor claridad que sólo un milagro lo salvó el día que se reveló ante los dos adultos. Un milagro debido a la sorpresa.

Sobre los misterios básicos de los slans no supo nada. Para pasar el tiempo se entregaba a orgías de física actividad. Ante todo, necesitaba un camino secreto de escapar, sólo por el caso… Un camino secreto para Granny, como para el mundo entero; y en segundo lugar, le era imposible seguir viviendo en aquella pocilga. Necesitó meses enteros para construir centenares de metros de túnel, meses también para adornar el interior de la casa con bellas paredes, brillantes techos y suelos de plástico.

Granny traía lo robado por la noche, pasaba por el montón de desperdicios del patio y la casa que seguía exteriormente sin pintar. Pero todo aquello requirió casi un año… a causa dé Granny y su botella.

Quince años…. A las dos de la tarde, Jommy dejó el libro que estaba leyendo, se quitó las zapatillas y se puso los zapatos. La hora de la decisión había llegado. Hoy tenía que ir a las catacumbas y tomar posesión del secreto de su padre. No conociendo los corredores secretos de los slans, tendría que correr el riesgo de entrar por la puerta pública.

No dedicó al posible peligro más que un pensamiento superficial. Este era el día desde tanto tiempo fijado e hipnóticamente transmitido por su padre. Parecía importante, sin embargo, poderse escabullir de la casa sin que la vieja se enterase.

Se puso ligeramente en contacto mental con ella y sin la menor sensación de desagrado examinó la corriente de sus pensamientos. Estaba completamente despierta, arreglando su cama. Y de su cerebro manaba libremente con furia un chorro de sorprendentes y malvados pensamientos.

Jommy Cross frunció el ceño. En medio del infierno de recuerdos de aquella vieja (porque vivía casi exclusivamente en el pasado cuando estaba borracha) había aparecido una rápida, astuta decisión: «Libérate de este slan… es peligroso para Granny y ahora que ya tiene dinero. No debe dejarle sospechar… hay que apartarlo de la mente a fin de que… »

Jommy Cross sonrió melancólicamente. No era la primera vez que captaba un pensamiento de traición en su cerebro. Con súbita energía acabó de anudar el cordón de su zapato, se puso de pie y se fue a su habitación.

Granny yacía como una masa inerte bajo la manta manchada de ron. Sus ojos negros profundamente hundidos miraban desde el fondo de su rostro apergaminado. Al verla, Jommy sintió un impulso de piedad. Por malvada y perversa que hubiese sido la vieja Granny, la prefería a aquella borracha que yacía acostada como una bruja medieval milagrosamente transportada al lecho azul y plata del futuro. Sus ojos parecían verlo claramente por primera vez. Una retahíla de maldiciones salió de su boca.

-¿Qué quieres?… – consiguió balbucir Granny quiere estar sola.

La compasión se desvaneció en él. La miró fríamente.

– Quiero solamente hacerte una pequeña advertencia. Voy a marcharme pronto, de manera que no pierdas más tiempo pensando en la manera de traicionarme. No hay ningún medio seguro. Tu viejo pellejo que tanto aprecias no valdría ni un ochavo si me pescasen.

Las ojos negros se fijaron en él atemorizados.

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